Hace unos días mientras viajaba en el metro de Madrid dirección a un curso de EMDR, decidí dejar mi teléfono móvil a un lado y observar a las personas que allí se encontraban.
Empecé a mirar qué hacían, es decir, cómo se relacionaban, movían y actuaban. Dejando, temporalmente a un lado el debate sobre la cada vez mayor ausencia de libros e interacción y la impactante presencia de los terminales de telefonía, pude observar algo que llamó marcadamente mi atención. Fue el hecho de que la mayoría de personas que fui encontrando en los diferentes desplazamientos que hice iban agarradas.
Fue ahí cuando empecé a reflexionar sobre nuestra necesidad de apego, esa necesidad que tenemos de estar aferrados/agarrados a algo, ya sea una persona o a un barrote que nos aporte seguridad.
En un mundo como éste en constante evolución con numerosas idas y venidas y donde nada es ni dura para siempre, ahí estamos nosotros agarrándonos, intentando mantenernos de pie y en busca de la seguridad.
Esa necesidad de posesión y de pertenencia es llamativa y quizás hasta entendible. El ser humano ya de por sí se gesta dentro de otro ser humano, nace rodeado de humanos y crece alrededor de otros. La sociedad es nuestro entorno natural y lo natural es que queramos vivir rodeados. La cuestión sería: ¿es sano que dependamos del otro? ¿Es sano que nos aferremos a él/ella como si fueran nuestro sustento?
Lo cierto es que esto sucede debido a que el ser humano tiene miedo a la soledad, miedo a ser abandonado ya que nuestra mente asocia en sus primeros años de vida el contacto, el calor y el otro a la supervivencia. No podríamos haber sobrevivido sin una madre o un padre que no proporcionara alimento o cuidados básicos pero tampoco podríamos haberlo hecho sin su calor, sin su olor, sin su contacto físico y sin esa sensación de seguridad que nos producía. Es conocido por todos como esa falta de atención en los primeros días, meses y años de vida puede causar en los pequeños grandes traumas que se desarrollarán y acompañarán a lo largo de su vida en el supuesto caso de no trabajarlos por medio de la terapia.
Es entonces en esos primeros años de vida donde y cuando aprendemos a que quizás no seamos sin el otro o a que no sobreviviremos sin esa persona y por ello nos aferramos, nos agarramos como el enfermo que se agarra a la vida con la esperanza y la confianza de no ser soltado de no ser abandonado y, por tanto, de no morir en sentido figurativo pero también en sentido literal ya que recordemos casos de personas que han fallecido de manera voluntaria o de manera involuntaria, tras la somatización de situaciones estrenaste y ansiógenas como consecuencia de haber sido dejados.
Quizás todavía tengamos mucho que trabajar en pro- a la independencia en pro- a la libertad en pro- al «no necesitar», a no aferrarse, a no agarrarse…
Mercedes Alberola.